Teoría tímida
Si los torpes esperamos un tren que ya se fue de un país en el que no hay rieles, los tímidos nos escondemos bajo el andén, no vaya a ser que el tren llegue a tiempo y tengamos que abordar y compartir el asiento con un desconocido al que le tocó la ventanilla y que nos preguntará la hora y dirá qué buen clima el de hoy ¿usted se ha casado? Si los torpes tropezamos en la acera con esa persona que mantenemos cristalizada en la última nube y la pisamos sin querer con nuestros duros pies, más terrenales que nunca; los tímidos nos pasamos a la acera de al lado y buscamos un paseante -preferiblemente gordo o alto o con doce niñitos a su lado- que cubra nuestros pasos y si podemos nos detenemos y silbamos, damos la espalda, o nos agachamos disimulando que un pañuelo imposible se ha caido, mientras el ser que nos intimida (que probablemente sea nuestro vecino puerta a puerta, nuestro jefe en la oficina, el compañero de pupitre, el mejor amigo que nos cuenta que ama -tímido igual- a esa otra amiga tan lejana) camina sin vernos por la acera original que no nos atrevimos a andar, y posiblemente camine solo (o acompañado pero solo) y torpe o tímido o indiferente, porque timidez e indiferencia se funden cada tanto en sinónimos, aunque sean tan anónimos, e incluso, no se sabe, quizás él también se había cambiado de acera antes o se haya puesto un sombrero y un sobretodo invisibles o use lentes de sol a plena noche o se haga el cegato que dejó los lentes en casa aunque tenga visión 20/20. Y claro, después nos acusaremos con el dedo, maldeciremos la maldita timidez, la oportunidad perdida -siempre se nos extravían los chances-, y probablemente en la otra acera ese otro también la maldiga, aunque eso sí, nunca reconoceremos la timidez del otro -siempre será distancia-, siempre la timidez será absolutamente nuestra, como un virus que no se contagia, sino que se extrema con los años. Somos los dueños y señores de ésa, nuestra tara de nacimiento.
Los tímidos hablamos en clave pero nunca damos la contraseña, esperamos que el otro la entienda y si es tímido, seguro que la entiende, pero tampoco se atreverá a revelarla o tendrá su propia clave, y ambos lenguajes secretos se harán guiños y andarán como flotando, ajenos al tacto.
Los tímidos no bailamos y si bailamos, lo hacemos mal para avergonzamos de que bailamos y afirmar que somos el hazmerreir de la fiesta, que mejor estamos en el rincón, entre la abuelita en silla de ruedas que alguien dejó olvidada y el niño tremendo que amarraron a la pata de la mesa.
Los tímidos no estamos en fiestas sociales, bien sabemos asumir el anonimato, siempre habrá una silla en la cual esconderse -abajo, se entiende- con una copa en la mano que nos sostiene para no desmayarnos, si es que la silla -abajo, se entiende- no ha sido adueñada por otro tímido (o por el niño tremendo que se desamarró) o la copa tiembla demasiado en nuestra mano inquieta, siempre serán alborotadoras y bailarinas las manos de los tímidos, dispuestas a arrojar el vino en trajes ajenos. Los tímidos envidiamos a las avestruces que tienen donde alojar la cabeza; a los canguros que tienen un bolsillo incorporado para guardar el susto; a los leopardos, veloces, listos a salir corriendo -pero nosotros, los tímidos, no corremos tras la presa, corremos de la presa-; a los peces que no tienen que ir a fiestas ni aprender a caminar en tacones ni sonreir con la risa a cuestas; a las serpientes que no tienen que hacer vida social ni caerle bien a nadie ni hablar de ese tema que no nos interesa, qué carajo hago yo aquí si pasaban una película tan buena en el Centro Plaza. Los tímidos siempre tendremos las manos sudadas aunque no sudemos; agarraremos un papelito que leeremos por horas -con tal de no mirar al frente- aunque no tenga letras; no sabremos qué decir cuando tenemos tanto que opinar; y seremos torpes, torpes, torpes cuando se nos requiera moderación y certeza.
Los tímidos nos perdemos el tren que se fue del país donde no hay rieles, pero generalmente terminamos abordando ese tren del que nos escondimos en el andén. Y nos montamos porque teníamos el boleto en la mano -y a veces sin boleto- porque, en el fondo, nos encanta la desventura de vernos, hechos un lío de maletas y palabras, en el asiento que nunca está al lado de la ventanilla junto a un extraño que será un enigma (esperen el post de "los atrevidos").
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Ejercicio práctico de un encuentro entre tímidos
Pongámoslos en Caracas. Pongámoslos hace cinco años y a mitad de la treintena, cuando los treinta ya se cumplieron y los cuarenta suenan lejos aunque están más cerca que nunca. Pongámoslos a mediodía y por una o dos horas.
Los dos tímidos almuerzan. Ella ha pensado todo eso que le quiere decir. Le dirá -lo ha pensado bien, ha estudiado las frases, ha pasado noches sin dormir imaginando el momento, amueblando cada detalle-: "Me gustas ¿no te has dado cuenta?" (al final ni fue tan original, pero es que sus frases originales la llevaron a imaginarse montada encima de la mesa del restaurancito chino del centro y desistió de la idea). Pero se lo dirá al final del almuerzo, piensa, porque cada vez que se ven empiezan a hablar de otras cosas, de su trabajo, del trabajo de ella, de su vida, de la de ella, de su pareja, de la de ella, de la infancia, tan cercana.
Se conocen desde hace tiempo. Demasiado. Aunque tampoco se conocen. Pero se saben. Los gestos. Cada quien intuye lo que sin decir dirá el otro. Hablan de otra cosa -y se divierte, lo juro, ella la pasa superbien, y también él, aunque eso ella nunca lo va a decir- pero también sólo piensa (mientras comen las berenjenas que les gustan a los dos y que siempre piden, mientras hablan de dinosaurios, o naranjas, o la bondad de los egipcios -vaya ejercicio mental-) cómo le dice "me gustas", sin montarse sobre la mesa. Es como si hubiese un discurso visible y otro latente, y hay que estar pendientes que no se confundan. Digno de Olimpiada Matemática. Una especie de juego de interpretación de silencios. Mejor busca otra forma. No le dirá me gustas, lo sabe, aunque quisiera decírselo al final, cuando pueda salir corriendo y llegar quizás hasta la autopista Guarenas -Guatire. Mejor lo obligará -con disimulo, con indirectas, con preguntas a medias (como si fueran preguntas de las que no quisieran oir la respuesta) a decirle por qué él le dijo que ella ya sabía lo que él quería decirle. Eso fue en el anterior almuerzo. Claro, que quizás lo que él quería decirle en el anterior almuerzo no era lo que ella imaginaba -aunque se lo negaba- que él quería decirle, tal vez es que quiere hablarle de su proyecto de cambiar el mundo (ahora, cinco años después, y desde ese estatus en el que está -y que le impide tener almuerzos en los chinos- lo está cambiando, o al menos, pone granitos y más granitos de arena, generosos siempre, enormes granitos). O quizás lo obligará a decirle por qué él le dijo que la decisión era de ella. Eso fue en el almuerzo anterior del anterior almuerzo. Claro, la decisión no puede ser la decisión de usar tacones -que ni a él le gustan ni a ella tampoco- o de pintarse las uñas -que él detesta y ella también-. Así que la decisión sólo puede ser ESA decisión, que media Venezuela se imagina, y ella también, pero en ese instante no y no y no, piensa, cómo va a querer él que ella se decida ustedes saben a qué, seguro que no es lo que quiso decirle, seguro que ella lo malinterpretó todo y oyó mal y se le salió por un oido algo que nunca entró.
A veces él le habla de otra, que a veces ella no sabe si es ella; y ella le habla de otro, que él nunca sabrá que es él o sí lo sabe y lo disimula (pero si lo sabe y lo disimula es que ella no es la ella de la que él habla). El le cuenta que tenía una foto de niña de esa otra y ella insiste en preguntarle quién es esa otra -que cree que es ella misma pero a la vez se dice que no, que no es ella- y él insiste en decirle que trabaja en lo mismo que ella pero en otro lado y tiene la misma edad que ella y que la conoce desde niña como a ella y que le dice las cosas sin decírselas y que no se atreve.
Eran tan felices entre códigos, risas, silencios, disimulos, juegos de inteligencia a ver quien dice menos, quien deja más por decir; era el de ambos un universo tan sin besos que ella nunca sabrá si él -y si ella misma, en realidad- los deseó realmente. Aunque los besos estaban como en freno de mano, reservados para una despedida que siempre terminaba siendo un nuevo motivo para imaginar el próximo almuerzo, para que nuevamente ella jure que dirá "Me gustas" y quizás -aunque ella no lo crea- tal vez (tal vez, ojo, que me refugio en el tal vez y con ello no pierdo al personaje) él también lo jure.