martes, mayo 13, 2008

pájaros equivocados

El primer nombre, el de Papagayo, lo pegamos: Nos habían asegurado en la tienda de mascotas que era varón. También atinamos con el nombre de la que fue la primera señora de Papagayo: Esmeralda. La segunda mujer, blanquísima, también tuvo un nombre que daba en el clavo: Nieve. El problema empezó con los hijos. Ojito, el primero, de enormes ojos negros, se convirtió en Ojita a los pocos meses. Valentina y Cosita Rica tuvieron que masculinizar sus nombres y ahora son Valentino y Cosito Rico. Incluso, nos equivocamos con la personalidad. El Nene, si bien resultó siendo El Nene en masculino, se hizo precoz rápidamente y no hace más que frotarse cuando puede con cualquiera de sus hermanos varones. Ahora nacieron dos nietos de Papagayo, que cargan con la genética numimástica de su familia. Caleidoscopio fue el nombre que decidió Mariana para el primer pajarito aún pelado que se asomó por el nido. Pero un día, Caleidoscopio (hijo de madre azulada y padre verdoso) estrenó un plumaje blanco y negro que desdice de su nombre y lo emparenta con aquella abuela blanquísima. Esperamos que no termine transformado en Caleidoscopia.
Mi hija no se atrevía a ponerle un nombre al último, el más blanco de todos los que han convivido en esa jaula. No se atrevía, no sólo por la historia de los múltiples desaciertos, sino por la antipatía que le causaba ese pájaro que le lanzaba picotazos cuando intentaba tocarlo. Entonces mi hijo pensó en el mejor de los nombres para un ave de mente criminal: Ben Linus, como el líder de Los Otros de Lost. Vamos a ver qué tal le va, porque si sigue la tradición familiar, pronto se nos convertirá en la madre Teresa de Calcuta.

domingo, mayo 11, 2008

Parejas XXVII: Mal paso

Pues hay personas que nos hacen sentir así, con pena ajena. Incluso podemos llegar a sentir pena ajena por los personajes de las historias que nos inventamos. Escribo y me sonrojo recordando lo que le pasó a ella, a esa mujer de ficción, hace más un año, tal vez dos. Primero hay que contar algo acerca de ella. Es una arquitecta seria y responsable, reconocida por la calidad de sus obras y por el impecable cuidado de su vida personal. En su medio es respetada, en la medida en que se puede respetar a una arquitecta de casas pequeñas, que no ha pasado a la magnitud de diseñar un edificio ni de un centro comercial, ni mucho menos de un urbanismo completo. Pero que se enorgullece de que se ha mantenido alejada del trabajo oficial, de las componendas y los sobornos. Con su trabajo menudo como un soplo, como los gorriones de Serrat.
Pues hela aquí. Ese día es la inauguración de la gran obra de ese arquitecto mayor, premiada internacionalmente. A ella –eso no lo hemos dicho aún- la mata su timidez y ha estado demasiado alejada de eventos, estrenos, reuniones y bautizos de libros porque no le gusta (nunca sabe qué hacer con las copas de vino a medio tomar) y además eso que llaman problemas personales (un portazo, una maleta que envió lejos, la tranquilidad de una poceta a la que nadie le levanta la tapa), ya hace mucho que no hace casas –ni siquiera tiene una propia- y se ha dedicado a enseñar a otros las artes que luego les servirán para ganar las licitaciones. Pues, bueno, ahí está, a medio arreglar y con un par de amigas solitarias, impecables y entaconadas. Bueno, no hay remedio, se dejó llevar. Le han dicho que no esté tanto tiempo encerrada, diseñando casas imaginarias en la computadora. En ese sitio están todos los arquitectos del país. Los que conoce de nombre, los que conoce de cerca, los que conoce de cama. Indudablemente saludará –aséptica- a ése con el que se acostó hace más de una década, que aún conserva esa sonrisa preciosa. Sin querer, dejará de saludar a aquel otro arquitecto que trabajó con ella y que le gustó tanto. Sus amigas le dirán que lo dejó con el saludo a medias. Eres antipática, odiosa. Ella se devolverá, le dirá uno de sus holas sin aspavientos. Teme mucho el rechazo y no es muy dada a las efusividades, menos aún a esa audacia de los extrovertidos. Sus amigas irán a pedirle un autógrafo al arquitecto de la obra, más por el arquitecto que por la obra, en realidad. Pero ella se aparta a un lado. Tiene sentido del ridículo. Quizás demasiado. Prefiere no moverse mucho para no meter la mata. No es de las que saldrían, espontáneas, a bailar reggaeton en una fiesta de carajitos. Mira de nuevo la reunión y se siente tan ajena. Quiere salir corriendo y refugiarse en el rincón cálido de su apartamento en el único edificio de pésima arquitectura que hay en su urbanización, una urbanización donde reinan los edificios cincuentosos con nombres italianos, de muros bordados en cemento y enormes balcones. Pero está allí y no hay nada qué hacer. Entonces lo ve llegar. Es él. Lo ha visto en fotos. Sus amigas lo confirman. Ella sólo ha leído sus ensayos arquitectónicos en Internet y ha visto dos o tres de sus obras, sembradas de forma perfecta en alguna colina de Caracas. Es más guapo en persona, dice una de ellas. Y esta mujer tiembla. El corazón se le va a salir y casi es hora de llamar al Dr. House. ¿Por qué no le hablas?, dice una de las amigas, atrevida y valiente gracias a sus tetas nuevas. Ni de vaina, qué le digo, yo no voy a pasar pena, dice ella, sin saber que le espera algo peor que simple pena, que quizás le espera la vergüenza, la humillación, el descrédito, la deshonra. Las amigas insisten, ¿quién quita? Y ella, con sus complejos confesables, insiste en que mejor no, que mejor se queda quieta en el rincón y que no sabe qué coño hacer con esa copa de vino malo. Pero ya ustedes saben, la insistencia femenina, el reto y claro, sin hacerse la víctima, también las ganas que siempre existen de meterse en líos. Entonces lo ve hablando con ese viejo arquitecto al que hace años que no ve y que sabe que la aprecia tanto. Y se imagina la escena: Ella lo saluda, él la presenta con elogios, luego se va y los deja hablando. Sabe que no pasará, pero igual avanza hacia él, sin saber mucho qué le dirá. Sus amigas la aúpan. Saben que estarán evaluando cada paso y se siente más inútil para las relaciones sociales, los trámites urbanos y la diplomacia. Entonces llega y saluda. Pero no llega como hubiese hecho cualquier persona civilizada y adulta. No se para al lado de los arquitectos, para permitir la natural convivencia entre tres interlocutores. No. Se atraviesa, le da la espalda al hombre guapo y estrepitosamente abraza al viejo colega. Dice algunas tonterías que no recuerda cuáles, y se siente entrometida y maleducada, pues interrumpió la interesante conversación que al parecer tenían los hombres. No sabe cómo voltearse para darle la cara al que tiene detrás, pues sabe que si lo hace, él notará cómo se enrojece aceleradamente, él notará lo avergonzada que está ella de un comportamiento tan atolondrado y poco elegante. Pronto se le acaban las palabras, ya no tiene nada qué decirle al señor al que tiene enfrente. Entonces se despide. Pero lo sucedido ahora sí que es en contra de su voluntad, ella lo jura, señor juez. Sin darse cuenta, toma la mano del viejo arquitecto y la besa. Sí, la besa. Como si fuese un Papa y ella muy religiosa. Como si fuese Dios y ella su sierva. Sabe que el otro la ha visto. No puede más. Siente pena ajena de sí misma. Se va corriendo. No ve a sus amigas, ni sabe dónde dejar la copa de vino malo, sino que corre, corre y corre. Se aleja de las pequeñas casas que alguna vez hizo y de ese pequeño apartamento donde supo refugiarse. Yo creo que aún sigue corriendo. Huye de ese mal paso. Llega tan lejos que cruza las fronteras. Por eso no es una persona real, por eso vive mejor en la ficción.