miércoles, octubre 29, 2008

Abba

No sabía bailar. Entonces Abba era la salvación de mis fiestas de catorce años. Ponían en el equipo de sonido con las cornetotas Voulez Vous o Dancing Queen y al menos sabía que había alguna oportunidad de bailar aunque fuese una sola pieza con aquel muchacho que me gustaba, el que se parecía tanto a John Travolta. Más que bailar, era pegar brincos uno al lado del otro y sin tocarnos, porque tampoco era yo de las que daban volteretas como en Grease. Claro, que inmediatamente cambiaban a Oscar D'León, Willy Colón o Rubén Blades y ya me sabía condenada a la silla o a hablar con la mamá del cumpleañero o a sumergirme en el maldito balcon donde podía escapar de mis torpezas para cantar bajito Pedro Navaja o El gran Varón, sintiéndome tan miserable por tener gusto musical latino pero pies y caderas de los países bajos. Y entonces, otra vez Abba salía a mi rescate cuando el tocadiscos rasguñaba las primeras notas de Chiquitita. La oportunidad era entonces mía, porque si algo siempre he sabido bailar es lento, pegadísimo y acaricioso. En esa, mi especialidad, no pisaba pies ni desentonaba ni me movía a destiempo y sin ritmo. En la música lenta yo podía ser la reina de las fiestas de todos los apartamentos de Chacao. Pero eso sólo podía ocurrir si la imponente danzarina salsona de turno no se acaparaba a mi travoltica venezolano por toda la noche, con su boca junto a su oído y su busto grande dispuesto al roce sin disimulo. Pero entonces si la celia cruz quinceañera se instalaba a comerse lentamente a mi amado (cosa que casi siempre era de cajón, después de una buena dosis de salsa brava), Abba le daba la dosis de cariñito perfecta para convertir en romance un asunto que en otras circunstancias tendría más de mete y saca. Y mientras la diversión ocurría en el rincón mínimo que ocupaban sus cuerpos, CHiquitita hacía otra cosa conmigo: Así como podría haber sido mi tabla de salvación si el galán hubiese mirado a otro sitio que no fuese el culo de su pareja, la pajuísima cancioncita era la salvadora de otros torpes, como yo, incapaces de mover un pie y después otro durante el resto de la noche. Con mi galán hipnotizado por una lupe liceísta que le restregaba el bollito sabroso, y ante mi soledad y evidente regreso al balcón (o a la conversación con la mamá, que era peor), siempre llegaba alguno, con quien nadie quería bailar porque mírale la camisa con todos los botones amarrados, a buscar su ratico de pegadera y calor del sexo opuesto. Y si la nostalgia de un abrazo era grande, yo accedía a la pieza, más con la cabeza en otra parte, y más pegada del cuello que de la cadera del compañero de baile, que la totona no estaba para encuentros cercanos. Bailar pegado tiene acceso restringido y no hay pases de cortesía. Entonces lo único que esperaba era que terminara de una vez Chiquitita y otra vez Abba me salvara con Mamma Mía o Money, money, money para despedir al sudoroso indeseado que se desvivía por abrazar más fuerte. Entonces me ponía a saltar, saltar y saltar sin ritmo, camuflada entre las parejas, hasta que se me olvidara la noche.


(a propósito de meryl streep en Mamma Mía)

2 comentarios:

vulcano dijo...

Está clarísimo que eres de la Generación de la Guayaba como diría Andrés López en "La Pelota de Letras", jajaja. Excelente pelicula, Abba siempre será Abba y la Streep puede hacer cualquier cosa.

Vulcano.

Gustvao dijo...

Los que no sabemos bailar siempre vemos cómo el que sí sabe se lleva nuestro anhelo...