sábado, octubre 25, 2008

Parejas XXVIII. un perro.

ella está tranquila en su casa.Que si el almuerzo, que si la peliculita de disney en el dvd con los nietos para que los hijos puedan ir a otra película que no sea de muñequitos y tomarse un trago, que si el excesivo trabajo que debe montarse encima para tener una generosa quincena, porque no quiere verse con otras cincuentonas jubiladas tempranamente que vegetan en la urbanización, pasean perros, hacen inútilmente taichí para bajar la panza y están faltas de hombre. Ella no tiene perro, pero como las demás, tampoco tiene un papito lindo ¿quieres café? en las mañanas. Los hombres son una historia del pasado, su último matrimonio aún descolgado en la legalidad, murió sexualmente -con algunos deslices que no cuentan-hace un lustro. No quedan más ataduras que algunos bienes compartidos que ninguno de los dos se han atrevido a pelearse nunca. Son amigos. Al menos ella dice eso, no como las demás señoras de la urbanización que viven divulgando las fechorías de sus respectivos ex y que no les hablan en los cumpleaños de la prole. En eso ella no se parece a las otras, como tampoco se parece la sala de su apartamento a la de esas doñas que almacenan recuerditos de bautizos y comuniones. En su sala están sus libros de ensayo político y los de él de economía, sus discos de rock y los de él de salsa, sus fotos y ya no más las de él, porque tampoco le gusta eso del culto al pasado. Suelen almorzar juntos dos o tres veces por semana, casi siempre con los hijos, casi nunca con los nietos que comen antes porque joden demasiado y se van a jugar al patio con los vecinitos. Diríase que su vida es tranquila, no lo odia a él, porque es una mujer inteligente, madura y ocupadísima en sus propios menesteres y está consciente de que jamás podrían vivir juntos y que todo es más bello así, en esa armonía diplomática de gente formada en la universidad y que arrastra la apertura de los años sesenta. Sólo algo la atormenta y sabe que se le descalabra el mundo cuando ocurre y es esa atadura no racional que tiene con él. No lo calcula ni lo prevé, pero de pronto, mientras está de compras en el supermercado o corrigiendo exámenes o manejando su impecable carrito amarillo, le viene el pensamiento: en este preciso instante ese guevón se está tirando a una carajita. Y el pensamiento no le viene del cerebro. Es la totona la que le está hablando. Su vieja y sabia totona, esa que tanto ha vivido, que tanto ha gozado y que tan bien lo conoce a él. Su totona pitonisa que lee en una bola de cristal imaginaria -bola tenía que ser- todo lo que esta haciendo él y se lo dice, la muy chismosa, con pelos y señales, como si tuviese un walkie talkie conectado con él. Por supuesto que ella se lo preguntará a él más tarde, para confirmar, él lo negará: somos amigos, si hubiese una mujer te lo diría, pero la totona metecasquillos le seguirá revelando, celosa, todos los usos que él le ha dado al falo aún firme que fue su compañero por años. La totona huele ese olor distinto en sus dedos y, detectivesca, reconoce marcas nuevas en la piel y ese sonido distinto del celular con ese pop ochentoso que él detestaba hasta ayer. Ella sabe que él no le dice nada para protegerla de una felicidad que no le pertenece y se lo agradece, pero la totona le tira puntas, la hace sentirse desgraciada y tan balurda como las otras mujeres que califican de putas a las novias jovencitas de los exmaridos mientras sus perros hacen pupucitos hediondos que deben recoger con una bolsita para que no las multe la policía. La señora no quiere oir a la totona, porque le parece estar oyendo a sus vecinas cuando maldicen la vida mientras el perro echa una meadita, porque ella está muy bien así como está y con excepción de las demandas que la totona sedienta e insaciable siempre reclama, la vida tal como está es demasiado rica: sus paseos al Avila, sus viajes anuales a Europa, sus análisis de la conflictiva política local que siempre aplauden en los congresos, el coqueteo con el tipo extranjero por Internet. Pero la totona la atormenta, se humedece la muy coño de madre además -como si se gobernara sola- le recuerda aquellos buenos tiempos en los que el goce era diario y el paraíso sonaba a eterno. Te echaré agua fría, amenaza a la vagina histérica, como si pudiera discapacitarla tan fácil como se desinfla un pene. Y por culpa de esa bruja que todo lo sabe -porque siempre acierta la maldita- le brotan los demonios y siente que sólo le falta una cosa para parecerse a todas esas mujeres que han escoñetado su vida mortificándose por lo que no están viviendo: un perro.
pero no se lo va a comprar.

6 comentarios:

José Leonardo Riera Bravo dijo...

Jajaja ¡Mireya! ¡Me dejaste asombrado! ¡Qué versatilidad! jajaja ¡Te la aplaudo!

Está super divertido ese escrito, el lenguaje que usas, y lo que con él expresas, es sencillamente tan sencillo que lo hace sencillamente especial. jejeje.

Vuelvo y repito, te aplaudo. Porque expresas lo que quieres y como quieres, y no todo los escritores hacen eso. ¡A mí me gusta mucho ese estilo! :) ¡Sigues siendo mi modelo a seguir! jejeje ¡Felicitaciones! :D

Ruth dijo...

jaja! buenísimo

tienes que leer el poema de Idea Vilariño sobre el asunto... se lo voy a pedir a La Gata y te lo mando

dos besos

Troka dijo...

me encantó!

Muy universitaria ella y avanzada, pero eso de echarse agua fría no sé...que se deje de mojigaterías y se compre un juguetico, o mejor! que se consiga un falo nuevo...así se le olvida el casquillo que ha estado comiendo...jajaja

Abrazos!

PD: me gusta que firmes tus escritos con tu nombre.

Fatima dijo...

Pues a mí me hizo llorar tu escrito....

Será que no estoy estos días para la ironía fina. Igual son cosas de andar también escuchando a la "totona"... o la pepitilla :)

Un abrazo. De complicidad

Anónimo dijo...

Toda mujer necesita un perro...
Unos, mean fuera de la poceta...
otros fuera del
periódico.

Unknown dijo...

Timepo sin venir y como siempre he disfrutado un monton leerle :)