I
Los (y que) videntes no aguardamos al tren, lo imaginamos, lo prevemos, lo presentimos, lo pronosticamos, lo anunciamos. Allí viene el tren. Y del tren ni rastro. Vaticinamos sin miramientos: será grande, espacioso, quizás caluroso en algunos vagones, pero amable. Profetizamos que será bueno el café a bordo, que pasaremos por seis túneles y de uno de ellos un pájaro intentará salir, que escucharemos la Eurídice de Gluck con un martini en la mano. Habrá cerca una señora que suda mucho, un niño en brazos de un papá muy dulce, una pareja escapada y con ganas de una cama para aprehenderse. Adivinaremos felicidad y una buena conversación con un vecino de asiento, un hombre pálido, barbado y enfermizo, un hombre inteligente. Los videntes nos reconciliamos con la imagen de ese tren en marcha y lo esperamos religiosamente en la estación, como buenos creyentes en nuestros propios fantasmas. Y el tren ¿viene?
Qué va. (A lo mejor viene otro)
II
Los videntes nos fastidiamos, nunca tenemos sorpresas. Hemos sospechado tanto cómo será la fiesta, cómo las luces, cómo los rostros de nuestros amigos con el regalo en la mano, que quizás la realidad nunca supere tamañas conjeturas. Somos imaginativos los videntes, los (y que) videntes. Nos figuramos tanto lo que pasará: él o ella vendrá, él o ella traerá una flor amarilla, él o ella nos aguardará en la esquina y creemos que lo presentimos tanto que ahuyentamos los augurios (quizás temen no superar las expectativas). Nunca sucede nada. Pasan los meses. No hay sorpresas. Todo lo posible, todo lo que se nos ha pasado por la bola de cristal de la mente no pasa: él o ella no está bajo nuestra puerta en la lluvia, él o ella no se encuentra escribiéndonos una insospechada -pero siempre sospechada- carta de amor. Nos decepcionamos simplemente con algo que debió suceder (porque además no requiere de magia mayúscula) pero que nunca sucede. Como si añoráramos de antemano aquello que no nos ocurrió, pero que vaticinamos por los astros y el tarot que ocurriría. Entonces dudamos de nuestro talento de pitonisos.
III
Pero los videntes también pronosticamos que nos tropezaremos con la misma piedra. Y ahí sí la pegamos. Nos tropezamos y nos damos tremendo coñazo. Entonces decimos: Viste, viste que de verdad veo el futuro, viste que de verdad soy brujo.
IV
Sin embargo, si somos sinceros, los videntes no creemos en oráculos. El mundo es demasiado grande y libre para andar ajustándose a profecías. Además lo preferimos así: rebelde y asombroso.
jueves, diciembre 08, 2005
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
3 comentarios:
Amiga:
No sólo existimos gente que tropezamos con la misma piedra. Si no que también la agarramos, la guardamos en el bolsillo para cuando nos haga falta.
Masoquismo le llaman.
Todo lo mejor para ti.
ansiosos no, los -y que- videntes presienten el futuro y por eso saben que no son inmortales. quizás por eso quisieran muchas cosas para ya. saben que el futuro suele aparecer muy tarde. por eso piensan tanto en el hoy, en el aquí y el ahora, como los periodistas.
Además, maga, los videntes trabajan en círculos. Es así, si por casualidad llega a pasar el tren, ya comienzan a tramar (porque sus predicciones, a veces, son deliberadas) cómo y cuándo llegará el próximo y si será mejor o peor, más azaroso, quién sabe.
El vidente -más cuando es chimbo- es muy inseguro porque debe vivir con la espectativa de aquello que vaticina. Elegir ser vidente es un camino muy arrecho por eso. Ahí va, y se tropieza de nuevo con otra piedra.
Y renuncia.
Publicar un comentario